Cuando
conocí a Coly, encontré exactamente lo que faltaba en mi vida. Podía no
haberlo sabido nunca, pero siempre fui un tipo afortunado y la encontré aquel
mismo día. Ella me saludó con un “Buen día, yo soy Coly” y su voz me hizo
estremecer. Era como si escuchara la voz del profeta, como si se me mostrase la
luz. Coly era eso: toda la luz que cabía en mis ojos.
Dos,
tres, cuatro y hasta los cinco días de la semana iba a verla, con la excusa de
explicarle una página, de ver una foto, de hacer una corrección. Le miraba la
piel, la boca, el brillo de sus ojos, la sonrisa, la forma de jugar con el
cabello, sus curvas, todo, absolutamente todo.
Su
alegría, su entusiasmo y sus ganas de vivir eran contagiosos. Animaba
cualquier día.
La invité a tomar un café. Pero
yo no puedo cantar como Ricardo Arjona, cuando jura y perjura en su canción que
“solamente fui a tomar un café...” No y no. Yo fui a tomar un café y algo más.
A conocerla más. A intentar conquistarla. Porque había encontrado en ella
a la mujer de los sueños... y con el tiempo fui enamorándome.
No hay comentarios:
Publicar un comentario