lunes, 4 de julio de 2016

Esta carta la encontré en su computadora 3 meses después de su fallecimiento

Me levanté ese día, caluroso y húmedo como suele pasar en el mes de enero, pensando que iba a ser un gran día para mí, y lo fue. Iba al cierre (léase controlar unas páginas) de una de mis revistas. Ella estaba sentada frente a la computadora. Podría ser una armadora más. Pero no. No era una más. Era la mejor. Era única. Cosas que, claro está, lo fui descubriendo con el paso de los días, los meses...
Cuando conocí a Coly, encontré exactamente lo que faltaba en mi vida. Podía no haberlo sabido nunca, pero siempre fui un tipo afortunado y la encontré aquel mismo día. Ella me saludó con un “Buen día, yo soy Coly” y su voz me hizo estremecer. Era como si escuchara la voz del profeta, como si se me mostrase la luz. Coly era eso: toda la luz que cabía en mis ojos.
Dos, tres, cuatro y hasta los cinco días de la semana iba a verla, con la excusa de explicarle una página, de ver una foto, de hacer una corrección. Le miraba la piel, la boca, el brillo de sus ojos, la sonrisa, la forma de jugar con el cabello, sus curvas, todo, absolutamente todo. 
Su alegría, su entusiasmo y sus ganas de vivir eran contagiosos. Animaba cualquier día. 

La invité a tomar un café. Pero yo no puedo cantar como Ricardo Arjona, cuando jura y perjura en su canción que “solamente fui a tomar un café...” No y no. Yo fui a tomar un café y algo más. A conocerla más. A intentar conquistarla. Porque había encontrado en ella a la mujer de los sueños... y con el tiempo fui enamorándome.

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